100 días, prioridades y pandemia
Pensando, en buena onda, en lo que podría hacer el próximo gobierno
A lo largo de su campaña electoral, Pedro Castillo ha mostrado pasión por repetir que hará “lo que el pueblo le pida”. Al mismo tiempo, ha insistido con una agenda en donde su prioridad parece ser el desmontaje de la institucionalidad actual y su reemplazo por una vaga colección de alternativas populistas, de esas que históricamente se han convertido en brazos opresores del gobierno. La independencia de poderes y demás lujos pequeño burgueses no parecen valer mucho, al menos en su actual postura. Con ellos, también hay agresivos tintes gremialistas y un montón de vaguedades sobre como manejar la economía.
Digamos que no es raro, per se, que un candidato que no imaginaba estar a punto de ser elegido presidente no tenga una idea muy elaborada de qué hacer con el poder que tendrá desde el 28 de julio. Ya vivimos una situación anterior en 1990, cuando Alberto Fujimori mostró su calaña luego de prometer que presentaría su plan de gobierno tras la primera vuelta, solo para enviar a su esposa a mentir por él diciendo que se había “intoxicado en Semana Santa al comer bacalao”. Castillo no ha hecho algo así pero sus evasivas podrían terminar, si solo reconociera que necesita un poco más de tiempo para armar un buen equipo de trabajo.
Mientras tanto, se apilan las ideas. No parece ser precisamente la estrategia del “comunista” que tanto anuncia su competidora, sino del improvisado —improvisación entendible pero urgente de resolver, repito. Pero tampoco es que sus ideas carezcan de coherencia, pues son expresión más o menos consistente con lo que Portocarrero y Oliart llamaron “la idea crítica” (una reseña del libro en donde se encuentra esas brillantes 17 páginas se puede encontrar aquí). La “idea crítica” puede resumirse en el lema de campaña de Perú Libre: “no más pobres en un país rico”.
Sin entrar a discutir los detalles alrededor de esta noción del Perú, baste decir que por primera vez en la historia política peruana, un candidato expresa orgánicamente la idea crítica. No solo la asume como punto de partida para entender al país, sino que el candidato mismo proviene del entorno (el magisterio escolar) en donde se le ha dado forma y expresión constante. Como explicación de los males nacionales, la idea crítica es antigua (formada desde fines de la década de 1950) y simplificadora; como dirección política se presta a un populismo mal contenido (“haré lo que el pueblo pida”) y una visión arcaica de la economía y del potencial de desarrollo del Perú, como lo expresa por ejemplo Sinesio López. Pero también resuena porque, como notó brillantemente Hugo Otero, conecta con el discurso más progresista de la iglesia católica. Sumemos a esto que Castillo es “como yo”, es decir es un peruano de a pie con el que muchos más peruanos se identifican (como la encuesta de abril de 2021 del IEP indica) y se puede ver con claridad que es un mensajero ideal para la idea crítica, pues es profesor escolar, es decir encarnación misma del origen ideológico de esta noción, y alguien claramente inserto en la vida cotidiana de muchos de los peruanos que han sufrido más con la pandemia, y en general, que han sido menos favorecidos por la expansión económica de los últimos treinta años.
El hartazgo ante el fracaso nacional que es la pandemia ha terminado habilitando una opción política que ahora tiene un desafío brutal por delante: esa pandemia que le abrió la puerta. Ni la idea crítica, ni el desmontaje institucional, ni las alianzas internacionales, sirven de nada frente a la pandemia. Como lo demuestra la segunda ola por la que todavía, a fines de abril de 2021, atravesamos, la capacidad de devastación que el coronavirus trae consigo es simultáneamente constante y discreta: no es una guerra, donde los signos visibles del desastre dejan poca duda que estamos siendo destruidos día a día; es la sensación que no se puede escapar de algo que no existe, que deja en pie lo material pero desbarata la vida misma, las emociones, los lazos más cercanos, el tejido social mismo.
Pero claro, la pandemia afecta la economía, la institucionalidad —a la que termina de deslegitimizar— y la vida social, y al mismo tiempo tratamos de ignorarla por necesidad —el que tiene que salir a la calle a trabajar— o por salud mental —porque vivir bajo un fuego invisible por año y medio es intolerable. Pero está ahí. Y puede terminar por destruirnos por completo.
Entonces, las estrategias de campaña, aparte de parecer frívolas, resultan irrelevantes: lo primero y lo último que tendrá que hacer Pedro Castillo, casi seguro próximo presidente del Perú, no será cambiar la constitución, darle nombramientos indiscriminados a los docentes, o pelearse con los medios. Tendrá quizá 100 días para conducirnos a través del valle de la sombra de la muerte, y guiarnos, sino a verdes praderas, a cierta tranquilidad.
Con un poco de suerte, Castillo asumirá la presidencia en un valle, no en una ola. Esta segunda ola puede aquietarse en las próximas semanas y la calma de octubre de 2020 podría ser el escenario para su toma de mando. Claro, esto motivará aglomeraciones y probablemente reiniciará los contagios; o quizá una variante llegue por esas fechas y se vuelva predominante. El punto es, incluso si hay calma pandémica en julio, no nos acompañará en los primeros meses de su mandato. En el peor escenario, la segunda ola se combinará con una tercera y estaremos igual de mal en julio.
¿Qué herramientas tendrá Castillo? Pocas, poquísimas. Hay compromisos de compra de vacunas, y ya se ha visto que es posible realizar vacunas masivas y rápidas cuando hay vacunas; pero también es cierto que el suministro de vacunas es irregular y que muchos factores pueden desequilibrarlo, y peor aún, que no es mucho lo que podemos hacer aquí en el Perú para cambiar esa ecuación geopolítica y comercial. Se puede mejorar la atención paliativa, pero incluso con personal de salud vacunado y con más oxígeno o más recursos materiales, simplemente no alcanza: no hay cómo inventar más médicos o más enfermeras o más auxiliares; los que hay están exhaustos luego de un año demoledor.
Digamos que llegan, como se ha contratado, suficientes vacunas para que todos los peruanos mayores de 18 años sean inmunizados. Digamos que la capacidad del estado sea suficiente para cubrir la demanda, quizá en medio de una tercera ola, y vacunar a todos los peruanos rápidamente. Igual podemos terminar como Chile, que inició su exitoso programa en medio de un valle y al soltar la economía produjo una segunda ola terrible, que ha hecho que a pesar de la inmunización haya más muertos que en cualquier otro momento de la pandemia. O podemos terminar como Israel, que más allá de su desprecio por la población palestina ocupada, desarrolló su programa de vacunación durante una cuarentena, y así ha logrado volver casi a la normalidad.
Esto quiere decir que incluso en un contexto completamente favorable, se necesitará sacrificios. Habrá que contener el virus no solo vacunando sino escondiéndonos de él. En algún momento, el nuevo gobierno tendrá que combinar toda la autoridad moral que tenga, con el sentimiento colectivo de supervivencia, con lo que se puede de asistencia directa a los más vulnerables, más la capacidad represiva del estado, para decirnos que el único camino es un sacrificio significativo por un periodo que puede ser dos o cuatro semanas, mientras se vacuna a todos los peruanos que se pueda. Solo así, quizá salgamos de la pandemia en su forma actual.
Si se vacuna sin contención, si se mantiene abierta la economía, si la gente sigue viajando, tendremos nuevas variantes; en el peor escenario posible, mientras estemos vacunando, aparecerá la variante de escape: una mutación del virus que sea efectivamente inmune a las vacunas.
Ya no se trataría de no poder hacer reformas constitucionales. Castillo no sería viable si terminamos en ese escenario. En realidad, la polity peruana no sería viable en ese escenario. Es un riesgo a la existencia misma del estado peruano.
La única forma de evitar el escenario más terrífico es aprovechar la oportunidad, si la tenemos, de contener el virus con vacunas y medidas de cuarentena, lo antes posible. Es lo que plantean los expertos, y es lo que la evidencia muestra. El infierno de Brasil o la India es lo que pasa cuando la prioridad no es la pandemia; nuestro infierno particular, peruanísimo, es lo que pasa cuando no podemos hacer algo integral, y también cuando el poder político carece de la autoridad moral y material para intentar algo integral.
En otras palabras: Pedro Castillo debería prepararse para convencernos que tenemos por delante enormes sacrificios, colectivos, integrales, si queremos poder pelearnos por el Tribunal Constitucional o la Autoridad de Transporte Urbano. Que necesitamos ir preparándonos para lo que puede ser un encierro brutalmente intenso por un periodo largo, que implicará aumento de la pobreza, deterioro mental y moral, y un largo etcetera, y que el estado peruano solo podrá aliviar mínimamente —pues tiene recursos mínimos y cada día disminuyen más, y la plata que hay debe gastarse en inmunización. Ese encierro, combinado con la vacunación, podría salvarnos.
Hay muchos “si” en este escenario. Las vacunas pueden no llegar. La variante de escape puede existir y expandirse antes del cambio de gobierno. La capacidad efectiva del estado peruano para forzar la contención es debatible y quizá no sea suficiente. Pero hay que prepararse para intentarlo. Y el primero que tiene que prepararse para lo que será un periodo horrendo de sacrificios múltiples, es Pedro Castillo.
Si quiere ser un líder, si quiere cambiar al país, primero que nada, Pedro Castillo tiene que salvarlo. Ojalá lo entienda y asuma cuál es su deber, su propio sacrificio. Ojalá esté a la altura de ser, por primera vez en demasiado tiempo, un presidente al que podamos agradecerle su liderazgo.
PD: todo lo escrito aquí sería también aplicable a Keiko Fujimori, pero no la he mencionado por dos razones. Primero, estoy casi seguro que será derrotada, y bien derrotada. Segundo, porque por las mismas razones que será derrotada no creo que escuche a nadie fuera de su entorno de corifantes, factota y guardaespaldas: porque es esencialmente una persona incapaz, carente de imaginación, y que existe como extensión de su padre, en una secuencia lamentable de irredentismo sin propósito mayor. A Castillo le tengo miedo por lo que puede hacer o dejar de hacer, a Fujimori le tengo pánico por a quienes servirá, complacida, en sus venganzas y aprovechamientos.