La creación de colegios profesionales es una de las actividades más populares en el Congreso. Hemos visto casos tan absurdos como el proyecto de uno de historiadores, que de existir habría producido la paradoja de una historiadora tan importante para el país como María Rostorowski impedida de ejercer la actividad que la llevó a aparecer en el nuevo billete de 50 soles.
Los colegios son resabios de estructuras medievales, en las que el ejercicio de las profesiones era por permiso del soberano y donde la prebenda de trabajar en una actividad lucrativa debía comprarse. Aunque existen todavía algunas de esas organizaciones en el formato medieval (las livery companies de la ciudad de Londres son un ejemplo) estas son màs ceremoniales y de bienestar colectivo, que propiamente limitativas de un ejercicio profesional.
Conforme la educación profesional se formalizó y se trasladó a las universidades e institutos, el sentido gremial de los Colegios comenzó a perder vigencia. Lo correcto es entenderlos como espacios institucionales de auto-regulación y supervisión, donde los profesionales formados en universidades deben mantener estándares comunitarios mínimos para reclamarse como tales. El interés público es lo que importa, no el gremio: la protección de la seguridad jurídica y de la vida, no impedir que alguien ejerza un empleo sin estar colegiado.
Pero los colegios siguen siendo creados, porque reflejan una lógica perversa, clientelar. Un colegio “protege” a los profesionales de la “usurpación” de su trabajo por aquellos que no han cumplido con formas específicas; esto va contra el interés público, al no ser necesaria para asegurar ni la vida ni la seguridad jurídica. Al crear un cartel que impide la libre contratación, se pierde flexibilidad y velocidad de adaptación, perdiéndose competitividad.
Al mismo tiempo, las normas actuales cometen el despropósito de pedir tesis para la licenciatura, que no es un grado académico. Lo que hace que los licenciados, los únicos que pueden entrar a un colegio profesional, en realidad demuestran competencia académica, no profesional, al recibir el titulo que les daría protección laboral.
En realidad, y considerando todo este caos, la única forma de entender estos intentos de crear nuevos colegios es el clientelismo político: pagar favores y obtener mecanismos de acceso a recursos y a oportunidades de intervenir en procesos de interés público, en donde se pide participación a los colegios. Al mismo tiempo, se protege a las malas universidades, con lo que la mediocridad se promueve doblemente. Es un absurdo, contraproducente y potencialmente corrupto, que debe detenerse hasta que se pueda pensar en serio en el interés público.