El proceso constitucional ha sido detenido por la derrota de la propuesta preparada por la Convención Constitucional. Tanto legal como políticamente, el proceso constitucional continuará. Pero la intención de reforma radical del estado y la sociedad chilena han sido descartada.
En menos de tres años, los chilenos tuvieron que elegir no solo como cambiar su constitución sino también un nuevo presidente y congreso; este plebiscito fue diferente porque el voto obligatorio resultó en una participación mucho mayor que la de las votaciones anteriores. Como comparación: siete millones en la primera vuelta presidencial, casi trece millones en el plebiscito de salida.
Es necesario pensar en lo que ocurrió en 2019 para entender lo ocurrido. El estallido social fue una expresión de descontentos diversos pero que convergían en la necesidad de cambio; la intensidad y también la agresividad de algunas de las acciones no debe dejar de lado que esa demanda de cambio era de alguna manera genérica pero general: no se trataba de una agenda específica pero si de consensos sobre que muchas cosas no funcionaban bien en Chile, desde la salud y la educación —privatizadas y caras— hasta la ausencia de reconocimiento para comunidades indígenas y minorías sexuales. La convergencia aglomerativa de muchas agendas en una contienda política no es novedad; en el caso chileno, quedó claro que no se podía dejar de cambiar la organización de la sociedad y el estado.
Pero la convención constitucional fue diseñada para favorecer la representación más movimientista que partidaria; los elegidos lo fueron por mucho menos chilenos que los votarían por la aprobación de la constitución. Pero las agendas específicas reemplazaron la quizá imposible construcción de una agenda general efectiva: no solo la organización del estado sino la mejora significativa de la calidad de vida de los chilenos. La propuesta reconoció mucho, pero puso en primer plano las agendas específicas. Declarar un estado plurinacional, por ejemplo, no significa postergar a nadie pero puede sonar —o hacer que suene— a que no se priorizarán mis problemas sino los de otros.
Lo cierto es que los grandes problemas de Chile, o del Perú, no se solucionarán con un cambio constitucional; las demandas populares no están conectadas con normas sino con políticas, y se enfrentan a limitaciones inmensas, como la emergencia climática. Incluir en una constitución supuestas soluciones a esas demandas populares es absurdo; incluir soluciones a las demandas de las minorías parece postergar a los que sin ser parte de los explotadores no se reconocen en los explotados diferentes. Al final, el pueblo que votó no fue el pueblo que se manifestó.