Los planes, parafraseando a Helmut von Moltke, existen hasta que se enfrentan con la realidad. Qué mejor ejemplo que la situación en que se encontró el equipo rectoral en febrero de 2020, cuando tuvo que dejar de pensar en su plan para preparar a la universidad contra el COVID19. Que lográramos salir adelante de manera aceptable, con pocos errores y muchos aciertos, es una manifestación clara de la capacidad institucional para manejar una situación completamente imposible de prever y que alteró al mundo entero.
Pero eso no quiere decir que el COVID no nos hizo daño, y que seguimos afectados por él. La economía de la Universidad, habiéndose recuperado, igual perdió potencia debido a la caída de ingresos, y requiere cuidado para garantizar estabilidad y continuidad. Ciertamente la caída ha sido agudizada por el pésimo entorno político y sus efectos en la economía.
En estas situación, es importante contar con planes pero reconociendo que muchas veces tendrán que ser cambiados sobre la marcha. Esto incide en la necesidad de un norte claro que oriente lo que se propone hacer, para entender qué proteger y cómo si alguna conmoción nos cambia el curso, y cómo manejar las subidas y bajadas que siempre ocurren.
Esto lleva a los planes de las planchas candidatas al rectorado. Como indica la norma, ambas listas en la contienda han presentado planes, aunque de dispar calidad. El plan G (de Garatea) es a veces excesivo en su nivel de detalle, mientras que el plan D (del Valle) es más una serie, relativamente inconexa, de intenciones con poco propiamente de plan, es decir con acciones concretas que buscan un resultado. Hay mucho que discutir específicamente en cada caso y en comparación entre ellos, pero no es la intención de este escrito; bastará por ahora con contrastar lo que destaca más en una lectura integral.
Comencemos por una propuesta radical y que comprometería por décadas la marcha de la Universidad: Medicina, o ciencias de la salud. En el plan D se habla de una facultad, en el G de carreras de ciencia de la salud. Lo que no se propone es como se realizará esta intención, y mucho menos qué significará para la gobernanza política y económica de la Universidad introducir esta línea de enseñanza. Hay demasiadas preguntas pendientes que obviamente tienen que ser respondidas gradualmente, pero la afirmación de la Facultad en el plan D es mucho más contundente —y por lo tanto susceptible a fracasar— que la más prudente de “carreras” tras un largo proceso de estudio, del plan G.
Desde una perspectiva más interna, la pregunta más crítica es cómo insertar una inversión enorme como implica ciencias de la salud en la realidad económica de la Universidad. No hay claridad más allá que se asuma prestarse los fondos, crear alianzas y quizá conseguir donativos. Tampoco está claro como se hará esta tarea, incluyendo la negociación interna para dedicarle tiempo y atención a las grandes decisiones. Es una carencia de ambos planes, sin duda.
Hay además cuestiones de fondo que se discuten pero sin el nivel de detalle y evidencia requerido. La atracción estudiantil es una cuestión fundamental que al mismo tiempo no está bajo nuestro control, a diferencia de lo que se plantea sobre todo en el plan D. Las razones por las que no ingresan los estudiantes de mayor potencial —y también mayor capacidad de pago— es una combinación de factores que incluye la fama de la universidad, la ubicación, y la opción por el estudio en el extranjero de muchos de esos potenciales estudiantes. Claramente mucho no se puede hacer con dos de estos tres factores, y el primero es el resultado de ser como somos, algo que no debemos cambiar, y de tener competidores —politicos tanto como económicos— que han optado por el ataque constante ante la falta de ideas.
A esto hay que añadir que muchos estudiantes no logran terminar sus estudios en el plazo esperado no solo por razones académicas, sino económicas: no pueden pagar carga completa de créditos. Sabemos, hace mucho, que no pocas de las familias que tienen descendencia en la PUCP deben hacer grandes sacrificios para estudien aquí. En entornos complejos de presión financiera familiar, es improbable que aumente la matrícula, y mucho menos con incremento de pagos por categoría de pensión. Es una tenaza efectiva que es parte de la ecuación financiera de la Universidad, y que atrapa y atraca todo lo que hacemos.
En otros aspectos, aparecen cuestiones que de nuevo muestran diferencias que hay que considerar. Por ejemplo, la lista D dice que “hay que evaluar la pertinencia de los fondos” —en referencia a los múltiples para actividades de las unidades académicas que existen en la actualidad— pero salvo aspectos de gestión no cuestiona su propósito; si se trata de gestionar mejor, bajo la misma lógica, la pregunta inmediata es si los costos de cambiar completamente a la conducción de la Universidad se justifican para algo relativamente puntual, que puede surgir de un acuerdo político en la Asamblea, por ejemplo, sin necesitar un cambio completo de equipo rectoral.
Esto no quiere decir que el plan G carezca de propuestas discutibles o inadecuadas. Específicamente, se propone que la gestión de los sistemas informáticos tenga una doble instancia, la dirección de transformación digital y la dirección de tecnologías de información. Es una idea que solo traerá confusión, exceso de gasto y resultados incompletos. Se necesita priorizar con claridad qué es lo urgente y qué es lo indispensable y manejarlo desde un solo sitio, y eso requiere una solo instancia con buen control técnico y político, no dos cabezas.
Los detalles mucho más desarrollados de la lista G se prestan a más discusión que las intenciones de la lista D; pero esta última no expresa sus ideas con el mismo cuidado en todas sus partes, ni mantienen equilibrio entre ellas. A pesar que se presenta como un plan unificado, es más un colección de partes que no coinciden en estilo o en énfasis. Comete además la lista D la falta académica de no firmar su trabajo, ni darnos datos de los candidatos que la componen.
Ambos planes no se desvían explícitamente del norte institucional, y en varios párrafos insisten en que no dejarán de lado lo que nos hacen la institución que somos. Pero el plan D, una vez entrando a la segunda sección que es más concreta y menos declarativa, presenta énfasis que apuntan a mayor interés en optimización, lo que puede ser entendido de muchas maneras; pero lo más claro es que en esa sección, la lista D no comunica las intenciones de su propia primera sección, puesto que habla de la organización —entendida en sí misma— antes que la institución —entendida en el país.
El plan G, siendo más un plan, es más rico para la crítica puntual; pero declara sus intenciones de manera más integrada y consistente con nuestra historia que la lista D. Esto es claro en la presentación de la idea de “crecer con eficiencia” del plan D: esta resulta problemática porque no queda claro para quién se crece; ni siquiera en términos de la comunidad, puesto que no hay una opción clara de lo que significaría “eficiencia” en el contexto de las acciones de la lista D. Sin un norte claro, la eficiencia se vuelve un valor en sí mismo, que no guarda relación con las tradiciones institucionales. De nuevo, es propuesta para una organización en sí misma, donde los propósitos son fijados para su propio bien, y no para una institución en la sociedad, donde los fines son el resultado de un dialogo entre sus miembros y la sociedad, en busca de un bien mayor.