El 1 de setiembre de 2021, don X, congresista del partido W, electo en YYX, despertó una vez más fascinado por lo rico que se duerme en Palacio de Gobierno. Elegido presidente del Congreso “como gesto de conciliación”, —para no comprometer a ningún representante de los verdaderos ganadores, Fuerza Popular— el buen señor X trató de recordar que tenía que hacer hoy. No mucho en realidad. La tercera ola del coronavirus, gracias a la variante Delta_Rho (conocida también como la variante indo-andina-caribeña) lo había confinado en Palacio, mientras su tercer ministro de Salud, que estaba acampando en algún lugar lejano pero con cobertura celular, trataba de enterarse si la nueva versión mejorada de la vacuna Pfizer estaría a la venta.
El dólar, a 7 soles, preocupaba al cuarto ministro de Economía, que había reemplazado al reemplazo del primer reemplazo. Mientras que el primero renunció porque no había plata para pagarle a Pfizer por las vacunas canceladas “como parte de la investigación de la corrupción comunista de Sagasti”, y el segundo renunció porque la mafia rusa lo estafó con sus vacunas Gamabamba, el tercero murió a los tres días en el cargo gracias al chacanavirus, como lo había bautizado algún comentarista de TV Perú, que desde su alianza estratégica con Willax había cambiado ligeramente el tono de sus programas.
El chacanavirus, como se sabía y había proclamado el segundo ministro de salud, era un complot comunista-castillista-toledista. No era el otro coronavirus, que en realidad no era ya tan importante. No, era una amenaza intencional para la democracia, creada en un laboratorio comunista en algún país asiático, por encargo de los comunistas. O eso intentó decir aquel ministro de salud mientras le ponían la cánula de alto flujo.
El sr. Presidente recordó que tenía que buscar un par de ministros, caídos en la lucha contra el comunismo viral, antes de su reunión diaria de coordinación con los enviados de Keiko Fujimori; ella tenía un pequeño ejército de mitimaes que rotaba para evitar infectarse en sus viajes al centro de Lima; no querían usar Zoom porque les había dicho que los gringos la escuchaban. Fujimori, bien apertrechada en su búnker de La Molina, se dedicaba a dar órdenes genéricas, y a mimar a su padre, que de pronto estaba tan sano como siempre estuvo, para sorpresa de nadie pero con repetidos agradecimientos de Pravda21, que le dedicaba una primera plana cada dos días (quien compraba un periódico de papel si toda la ciudad estaba bajo ordenes de inamovilidad absoluta, pues qué importa).
Un asistente de la casa militar le recordó al sr. X que hoy sería la segunda apelación de la impugnación 401 de las 802 presentadas en el lejano junio “por la democracia para preservar la voluntad popular y contra el fraude comunista”, y que podría verlas en YouTube. “La movilización ciudadana más fuerte” de la historia del Perú, como la bautizó un anónimo practicante de un estudio de abogados limeño, continuaba en su tarea de definir quién habría ganado las elecciones presidenciales de 2021, proceso ligeramente desfasado de la realidad política: los heroicos practicantes sobrevivientes seguían yendo, día a día, a la sala de audiencias del Jurado Nacional de Elecciones, con el nuevo outfit obligatorio: un traje de astronauta, la única protección garantizada contra el chacanavirus. Pocos recordaban que eso ocurría cada día; parafraseando, en Lima hasta los fraudes se acojudan.
Solo el sr. X agradecida que la situación se siguiera estirando. Era de lo mejor: él presidente, sin mucha chamba pero bien tratado; Fujimori gobernando sin tanto esfuerzo, en una suerte de “home ruling”; y los comunistas en sus rincones serranos, donde no molestaban mucho (a él, porque las mineras comenzaban a preocuparse).
Un general de la Policía pidió audiencia virtual con el presidente, para recordarle que había que hacer algo con el tema del bloqueo de las carreteras de penetración. El Este Patrio, como algún poeta en el exilio había bautizado a las zonas andinas, se había escindido de facto luego que Pedro Castillo se aburrió de esperar que terminara “la movilización ciudadana más fuerte” y había declarado la independencia de los Andes. Cerrón, a cargo de proteger los bloqueos, se cebaba en la gloria de ser portero del nuevo incanato, a pesar de los presagios de Castillo durante la campaña.
En la embajada de EEUU, que había sido reducida al máximo, un especialista en Somalia recordaba que era más fácil negociar allá que aquí, y ciertamente más simple hablar con alguien que tuviera poder real. El sr. X, que no hablaba inglés, no quería conversar con el embajador, que hablaba perfecto español. Nunca se sabe. Las otras embajadas habían sido abandonadas, salvo la brasileña, donde el enviado personal de Bolsonaro daba conferencias de prensa diarias, presenciales y sin mascarillas, para demostrar que el virus no hacía nada a los hombres viriles como él. A nadie le parecía importar que fuera el quinto embajador en un mes, o que el ministerio de Relaciones Exteriores ni siquiera supiera cuándo recibiría las acreditaciones del primero. El Perú es finalmente, un país informal.
Mientras pensaba en el almuerzo, aunque todavía no había desayunado, el sr. X llegó a la conclusión que en realidad no importaba nada; nada se podía hacer, y finalmente en el Perú los problemas se arreglan solos o no se arreglan nunca. Mejor pensar si habrá papas fritas para acompañar KFC, ahora que ni importaciones hay por la cuarentena global que han declarado contra el Perú.
En el Jurado, seguía la discusión.
(continuará, me temo).