El Perú necesita universidades que se exijan más
En medio de la destrucción del estado peruano, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos tiene un debate muy público sobre su posición frente a los ataques a la institucionalidad universitaria. No se trata de algo meramente interno: los efectos pueden ser dañinos para la universidad en general, y con ella, afectar al país a largo plazo.
El argumento parte de enmarcar a la Sunedu como una institución controlista, interesada en forzar una lógica alejada de las necesidades nacionales y sobre todo, opuesta a la autonomía universitaria, valor cenital desde la reforma de Córdova de 1918. En ese entonces, la autonomía era que las universidades eligieran sus propias autoridades, reconociendo además el cogobierno, la presencia de representantes estudiantes y a veces de los trabajadores, en los órganos de dirección.
Atacar a la Sunedu es habitual entre los que defienden “la autonomía” como un valor estático e intocable para las universidades. Un siglo después de la primera lucha por este valor, la intención es definir “autonomía” como ausencia de supervisión.
¿Por qué? La Sunedu hace cumplir disposiciones que pueden o no ser ideales, y que merecen debate. Pero lo que se busca con estas criticas es que las universidades puedan actuar como prefieran, ignorando disposiciones como composición del cuerpo docente, edad máximo para el dictado, y requisitos para alcanzar las categorías máximas en la docencia: las “condiciones básicas de calidad” que no son descabelladas pero que pueden ir en contra del negocio de las universidades garage, u obligar a que las públicas que no quieren cambiar, tengan que hacerlo.
Cuando se comienza por los agravios asociados al nuevo orden, sin plantear qué haría mejor a la universidad peruana, se está jugando sucio. En instituciones que funcionan en ciclos de lustros, las reglas toman tiempo en asentarse y dar resultados; la actual ley no termina de implementarse por completo, entre otras razones por la pandemia. Sacar del camino a la Sunedu, transformando su lógica de organismo independiente a uno controlado por las universidades —siquiera indirectamente— significa abandonar este nuevo orden para restaurar el ancien regime.
Es más, este irredentismo desmantela la idea de servicio público, propósito de la regulación y de las universidades mismas. Si las reglas lo merecen o necesitan, se ajustan, pero no se abandona el principio que las necesitamos. Al hacerlo se construye la autonomía como regreso a la torre de marfil, ya no como coto de intelectuales desconectados, sino como refugio de funcionarios que no quieren responsabilidad ante nadie. Bajo la crisis política constante que nos atosiga, otra crisis es lo último que necesita el Perú.