En América Latina nunca vivimos el temor de una guerra nuclear. La guerra fría nos afectó de muchas maneras, incluyendo insurgencias y golpes de estado; pero no hubo misiles en países de la región, o la presencia concreta de ejércitos listos para enfrentarse, como en Europa.
Basta ver videos contemporáneos, disponibles ahora en la Internet, para comprender el temor y la urgencia de evitar una guerra nuclear. El grado de devastación, la facilidad con que una guerra podía comenzar con un par de provocaciones: docudramas como The War Game, producido en 1966, que ganó un Oscar pero que no fue transmitido por casi 20 años dado el horror que presentaba, nos han sido completamente ajenos.
Ciertamente no estamos en esa situación, y el temor que deberíamos sentir no es tan claro como en ese entonces. La amenaza mayor es la crisis climática, que no ocurre a la velocidad de una denotación nuclear pero con consecuencias para la civilización que parecen ser inevitables y catastróficas.
Pero ¿qué pasaría si la actual guerra de conquista de Rusia contra Ucrania termina produciendo una detonación nuclear? A diferencia de Hiroshima y Nagasaki, no se trata de un situación ante la cual no pueda haber respuesta. Una bomba táctica puede ser suficiente para destruir la vida en un área considerable y esparcir radiación muy lejos del campo de batalla. La respuesta de la OTAN podría ser similar, pero el riesgo de escalamiento no es inexistente. Las consecuencias también crecerían y nos afectarían a todos en el planeta.
La lejanía de la guerra fría no era solo geográfica sino política. Nuestra capacidad, como región, de intervenir para apaciguar ánimos y evitar consecuencias irreversibles, es minúscula; nuestra capacidad de preparación efectiva, también.
Esto no quiere decir que no debamos al menos pensar estos temas. Los efectos globales de un conflicto nuclear, así fuera pequeño, nos arrastrarían en varios planos: desde la cooperación, desesperadamente urgente, ante la emergencia climática, hasta el desequilibrio generalizado del mundo a nivel económico, que implicaría la desaparición de oportunidades de comercio exterior, con la consiguiente disminución de mercados de exportación y de fuentes de tecnología para nuestro país. Ya no hablemos de turismo o similares.
En medio de nuestras cotidianas y mediocres disputas políticas y nuestros conflictos de menor cuantía, la posibilidad de una disrupción profunda y radical, mucho mayor que la que produjo la pandemia, no es un asunto trivial. Aparte de la demanda por acción diplomática, ¿qué más podríamos hacer? ¿Cómo prepararnos? ¿Alguien siquiera está pensando en como enfrentar una situación post-nuclear? No estaría de más saberlo.