Rápido, violento y muy cercano: protesta digitalizada y acción conectiva para tumbarse un golpe (4)
(esto es un borrador, que puede seguir siendo editado aquí o convertido en documentos distintos).
Glocalismo
La protesta contra el golpe de noviembre fue completamente peruana. No se la puede adscribir a ninguna de las olas que suelen proponerse en la región, ni tampoco a la adhesión a alguna de las narrativas globales de protesta o resistencia que han tenido mayor o menor impacto en el país en la última década. En parte, la naturaleza aglomerativa de la misma hace imposible encontrar contactos con otras realidades, más allá del hecho que la ciudadanía decida actuar ante una injusticia que los afecta a todos.
Más aún, los actores sociales que otras veces acompañan protestas no existieron en este caso. La Confederación General de Trabajadores del Perú, que a pesar de décadas de debilitamiento del movimiento sindical sigue siendo un actor organizado y presente en las calles, convocó una movilización para el miércoles 18. Los partidos políticos, cuando intentaron acompañar protestas, fueron rechazados: Verónika Mendoza, la lideresa de uno de los partidos de izquierda, fue recibida con poco interés y cierta agresividad a intentar participar en Cusco, a pesar de su alta votación allí en 2016. Otros no aparecieron o mantuvieron un perfil bajísimo.
Este vacío estratégico empoderó a la protesta. Ni fue a favor del presidente vacado ni representó a nadie en especial. Normalmente estos vacíos hubieran resultados en carencias tácticas, pero el aspecto global resultó crítico aquí; no en el sentido de un movimiento alineado con preocupaciones globales, ni mucho menos en términos conspirativos como una suerte de avatar local de la red Soros o alguna otra ridiculez que se planteó desde el bando reaccionario.
Es más: la abundancia de banderas, el uso de camisetas de la selección de futbol, los gritos de “Viva el Perú”, la justificación de lo que hacían por el amor a la patria: todo era simultáneamente sincero, convocante y poderoso; precisamente, por ser genérico, por no apelar sino a una narrativa colectiva que nació espontáneamente y que difícilmente podía ser atribuida a actor político específico, sino que reforzaba y machacaba el punto de fondo: la clase política era el problema, no los peruanos.
Ciertamente hay practica abundante de protestas de carácter táctico. Por dos ciclos electorales ya, la presencia activa de un movimiento opuesto al fujimorismo ha significado derrotas electorales para ese proyecto. El repertorio fue en cada caso muy variado pero incluyó siempre grandes movilizaciones callejeras, que no fueron reprimidas por los gobiernos de turno. Además, significó en cada caso una aglomeración de posiciones diversas que solo coincidían en el objetivo táctico, evitar el triunfo de la candidata fujimorista. El resultado electoral creó después inmensas frustraciones, que terminaron al final con dos vacancias en 2018 y 2020; estas siendo además simplemente el reflejo de presidentes sin respaldo popular real ni capacidad de movilización propia.
Pero en este contexto la capacidad de canalizar indignaciones en movilizaciones sigue en pie. Frente a las movilizaciones reivindicativas tradicionales, la convocatoria de las movilizaciones contemporáneas es más amplia porque es menos precisa. Lo que hizo particularmente atractiva esta secuencia de protestas fue la diversidad de los actores y la ampliación del repertorio de señales, algo singularmente relevante porque a diferencia de las movilizaciones de oposición al fujimorismo, la represión policial fue enorme y desbordada.
Frente a esta brutal represión, las señales simbólicas tradicionales de la protesta callejera —además de su diversificación domiciliaria mediante cacerolazos y sus variantes digitales— fueron potenciadas con acciones concretas, realizadas por un conjunto auto organizado de grupos juveniles que usaron los medios digitales para aprender lecciones de otros movimientos, y para incorporar recursos específicos que sirvieron para fortalecer la movilización. Las brigadas sanitarias que atendían a los golpeados, y sobre todo las brigadas desactivadas de bombas lacrimógenas (https://larepublica.pe/sociedad/2020/11/15/brigadas-sanitarias-y-desactivadores-defensa-popular-ante-la-represion-policial-lrdata/), que sacaron su información de videos en YouTube
o hilos en Reddit (https://www.reddit.com/r/PERU/comments/jvga6f/desactivar_bomba_lacrimógena/; en este se menciona que es Hong Kong 2.0; otro comentario dice que vean videos de Portland y Hong Kong, además de Chile), entre otros, incorporaron señales específicas al repertorio de protestas: protegerse colectivamente y continuar protestando es posible cuando se organizan para tareas concretas.
Incluso, movimientos culturales como los K-Popers, los fans del pop coreano, tienen una historia de activismo relacionado con causas woke en todo el mundo; se los conoce como K-pop stans (usando la palabra persa que ahora se entiende como país), y siendo digitalmente activos han creado campañas de apoyo y difusión de sus estrellas favoritas, pero han derivado también en varios activismos suaves, comparables a los que predominaban en 4Chan antes de la aparición de Anonymous. Este tipo de activismo se concreta en respuestas específicas a acciones de personajes que no son bienvenidos por los Stans, como fue el caso de Donald Trump, cuya manifestación en Oklahoma de junio de 2020 fue “trolleada” por una combinación de tiktokers y k-popers, quienes inflaron los registros de interesados en asistir.
Es un estilo de protesta cuasi política, que es más demostración de desagrado que parte de una agenda concreta o de una intención táctica clara. La broma pesada, o “prank”, es un mecanismo de contienda en el espacio digital que se conecta con otras prácticas globales, que en el caso de los K-pop Stans es todavía más representativo: se trata de una actitud compartida por una comunidad de práctica global, no solo de recojo de elementos tácticos o “mejores prácticas” de respuesta en la contienda política.
Esto es apropiación, en el buen sentido. Al capturar estas mejores prácticas de movimientos similares y al aplicarlos directamente, en el fondo estamos ante una aplicación pragmática de los mantras capitalistas sobre la eficiencia de lo global. Pero esto no resuelve el problema estratégico, ni la ausencia de transformación de lo social en político. En particular, esto no convierte la protesta peruana en parte de una protesta global. Los K-pop stans no van a ser la vanguardia de la lucha por la liberación, solo un mecanismo de coordinación blanda y aprendizaje práctico sobre cómo actuar en el especio digital. Es más, podría decirse que las posibilidades de acción política más compleja se debilitan por el peso de este tipo de movimientos, que adhieren a actitudes globales antes que a una agenda local de problemas políticos.
Es en realidad, lo inverso de lo que pasa con las grandes marcas globales: ellas se adaptan tácticamente a la realidad local al incluir elementos populares o necesarios para hacer a su marca viable en cada mercado nacional. Si McDonald’s solo hace hamburguesas de pollo en la India o si KFC le pone papas fritas a su pollo en el Perú, la adaptación táctica existe para familiarizar al consumidor con el producto y darle un componente más para aceptar la innovación de las prácticas de consumo. En el proceso, esta forma de globalización transforma hábitos culturales de manera profunda, usando esa pátina de localismo como una táctica de incursión comercial.
Los jóvenes movilizados en cambio siguen siendo producto de la dinámica política del Estado nación del que son parte; su protesta es peruanísima como lo es la captura parcial del Estado por la maraña de pequeños corruptos; como lo son los señorones reaccionarios que no han descubierto todavía el país en el que viven y del que en buena medida medran; como lo es una izquierda que sigue sin encontrar lo que no sabe que está buscando; como lo es la inexistencia de élites capaces de ofrecer alternativas a la tecnocracia limeña y al “modelo”. Ese vacío politico sigue tal cual luego de las protestas, y es característicamente nacional.
El repertorio no hace a las protestas globales, sino que las hace más modernas, más adecuadas a los tiempos que corren. Hacen además ligeramente más ingobernable al país, pues las protestas pueden ser más eficaces, mucho mejor organizadas y brillantemente manejadas a través de una serie de recursos que no le dan forma política específica más allá del objetivo táctico inmediato. El “amor a la patria” no puede sostener un movimiento —salvo en tiempos de independencia— y la calle no crea gobierno. Pero sí es posible que los movimientos sean capaces de enfrentar con más habilidad y de multiplicar su impacto mediante el uso de las redes blandas, con mensajes impactantes que convergan con el sentido común que predomine en un momento determinado.
Salvo que desde el estado se opte por reprimir aún más allá de lo que ya es intolerable en una democracia liberal, no habrá forma de contener esas futuras protestas. Lo malo es que no necesariamente resolver algo más allá de la crisis.
(sigue en 5).