Usé Twitter por 12 horas a horas de su lanzamiento. Me asombró la capacidad de sus primeros usuarios de enviar cada idea suelta que tenía en la cabeza sin mayor conexión con algo más estructurado, y rápidamente me hartaron los que me pedían que los siguiera solo porque éramos pocos y “había que construir comunidad”. Cerré la cuenta y ahora apenas mantengo una casi secreta, para fines de investigación académica.
En los casi 16 años que han mediado entre mi fuga y la decisión del ultra oligarca Elon Musk de comprar la empresa, Twitter no ha sido un éxito de negocios pero sí de comunicación: millones viven pendientes de tuits ajenos, sea porque es una forma fácil y rápida de estar al día, sea porque es una fácil y rápida manera de pelearse con el mundo y conseguir aplausos de los que los apoyan.
El problema de Twitter nunca ha sido la libertad de expresión, sino mantener el precario equilibrio entre sus fines comerciales y su temor a ser culpados del contenido que transmite. Una corporación puede crearse problemas si algún acto producido o avalado por sus productos resulta siendo dañino, y no es nada extraño que cuando alguien lanza un comentario despectivo, racista o misógino, una corporación piense no en términos de libertad de expresión del que enuncia, sino como responsabilidad corporativa al permitir que las personas que se sientan justamente agredidas culpen a Twitter de la recepción de ese mensaje.
Es que por más que la llamamos “tecnología”, Twitter es un medio de comunicación, dado que sus algoritmos hacen lo que un editor hace en la prensa: priorizan cierto contenido frente a otro. Con tanta cantidad de usuarios enviando tuits, si solo vemos lo que consideramos interesante, perderíamos mucho tráfico; y el tiempo que pasaríamos en Twitter se reduciría. Como el negocio de todos los medios digitales es llamar nuestra atención para mantenernos en su pantalla, se usan algoritmos para acercarnos a aquello que nos podría atraer.
El problema es que lo que nos podría atraer no siempre lo hace porque sea “edificante”, sino porque nos provoca. Ese ha sido el negocio de Twitter: mantenernos pendientes de la actividad que genere reacciones emocionales, positivas o negativas, para que sigamos usando el servicio. Al mismo tiempo, las provocaciones pueden ser excesivas y traer consigo consecuencias negativas, como la desinformación sobre vacunas lo demuestra. Pero cuando una corporación que cotiza en bolsa parece ser una fuente de caos y desinformación, las posibilidades que haya intentos de regulación aumentan. La Unión Europea, por ejemplo, está creando un paquete muy amplio de medidas que modificarían extensamente la capacidad de acción de las corporaciones que manejan los medios sociales.
No es solo Twitter quien tiene que preocuparse de estos equilibrios, sino todas las firmas de medios sociales; lo que hace a Twitter más vulnerable es que es solo Twitter: Facebook es parte de Meta, YouTube es parte de Alphabet, por mencionar dos. Con un solo producto y consiguientemente una sola fuente de ingresos, Twitter no puede pelear contra los intentos de regulación como lo hacen las corporaciones más grandes.
Hay que entender así la decisión de Musk. Ha comprado Twitter porque puede, y porque es un juguete manejable, financiera y políticamente, a diferencia de las demás corporaciones digitales. Musk, que se reclama un absolutista de la libertad de expresión, es antes que nada un oligarca: históricamente, la intención de los oligarcas al controlar los medios de comunicación es hacerse la vida más fácil, no mejorar la comunicación.
Usará Twitter bajo su peculiar lógica, y para sus propios fines, hasta que ya no le sirva o no le divertía, y luego se deshará del medio; en el camino, la calidad del discurso seguirá deteriorándose mientras se gasta enorme energía en fijar la atención sobre el problema de fondo —el manejo oligárquico del medio— cuando lo que hará Musk será lanzar bombas de humo para distraernos y alimentar su ego. Twitter será más tóxico y mucho menos útil.
El punto de fondo es el mismo: si en un país cualquier la idea que un medio de comunicación sea controlado por un individuo sin ningún contrapeso y ninguna responsabilidad legal sería considerada nociva, ¿por qué sería bueno que un medio de alcance global como Twitter sea manejado por un oligarca? No es un problema de regulación, es un problema de poder: una sociedad democrática no debe permitir concentración excesiva de poder en ninguno de sus actores, ni el estado, ni la oligarquía.
Aunque la venta de Twitter es legalmente un problema de los EEUU, sus consecuencias políticas serán sentidas en todo el mundo. Lamentablemente, no hay como lograr que esas consecuencias sean vistas bajo el interés público global, el cual no será sino deteriorado un poco más cada vez que Musk decida alimentar su ego.